Por Jesús Amado Moya
Catedrático de Física y Química
El 2 de febrero de 1947, con la publicación de la Constitución Apostólica Provida Mater Ecclesia, la vitalidad intrínseca de la Iglesia encontró una nueva arteria por donde dirigir y encauzar la llamada a un estado de perfección suscitada por el Espíritu Santo en muchos fieles laicos.
El reconocimiento de los Institutos Seculares como un nuevo estado jurídico de perfección no fue sino un hito más en los modos y formas con que a lo largo de la historia miles y miles de fieles desearon poner por obra (en cuanto es posible a la naturaleza humana) la perfección de vida trazada por el Evangelio y practicada por el mismo Jesucristo. Es la legión de aquellos que escogieron el tercer grado de humildad, “queriendo y eligiendo más pobreza con Cristo pobre que riqueza, oprobios con Cristo lleno de ellos que honores, desear más de ser estimado por vano y loco por Cristo que primero fue tenido por tal, que por sabio ni prudente en este mundo” (San Ignacio de Loyola, Ejercicios Espirituales, 168).
Hitos en la historia de la Iglesia
Constituyó la Provida Mater un paso adelante en el largo recorrido que se inició ya en los primeros siglos cristianos con las vírgenes y ascetas, los cuales viviendo en medio del mundo hacían oblación de mayor estima y momento.
Tras ese florecer inicial, surge posteriormente, a partir del siglo III, la vida monástica, bajo formas eremítica, cenobítica, de clérigos de S. Agustín y del monaquismo de S. Benito.
En el siglo XII la semilla de los clérigos de S. Agustín se desarrolla apareciendo como frutos granados los canónigos regulares (recordemos de entre ellos los canónigos lateranenses y los premonstratenses). Y es en esta misma época cuando florecen las órdenes militares (de templarios, Alcántara, Calatrava, Santiago, Jerusalén…)
Poco después, en el siglo XIII, hallamos las órdenes mendicantes (recordemos las fundadas por Sto. Domingo de Guzmán y S. Francisco de Asís), y en el siglo XVI aparecen los clérigos regulares (Teatinos, Barnabitas, Jesuítas…).
Y es en los tres siglos siguientes cuando nacen las Congregaciones de votos simples (Pasionistas, Redentoristas, Maristas, Hermanos de la Salle, del Sagrado Corazón…) y las Sociedades de vida común, como los Paúles y las Hermanas de la caridad.
Tal es la síntesis histórica de las formas de vida consagrada que nos precedieron y de las que sin duda somos deudores.
Secularidad consagrada
Y es el momento de centrarnos en la más reciente forma de vida consagrada, la nuestra, la de los Institutos Seculares. Quisiera tan sólo en estos momentos poner de relieve algunas notas que la lectura de los documentos magisteriales ha suscitado en mi ánimo. Las aporto con el deseo de que a un mejor conocimiento suceda un mayor reconocimiento y una más fervorosa acción de gracias al Señor por el don gratuito e inmerecido de nuestra vocación.
Como bien sabemos, dos elementos constitutivos caracterizan los Institutos Seculares: la profesión de los consejos evangélicos, y la secularidad. Ambos elementos son complementarios e igualmente necesarios e imprescindibles. Si faltara uno u otro en cualquier Instituto, éste no podría ser Secular. Oigamos al Papa Pablo VI dirigiéndose a los Responsables Generales de los Institutos Seculares el 20 de septiembre de 1972: “Sois laicos, pero habéis escogido el acentuar vuestra consagración a Dios con la profesión de los consejos evangélicos aceptados como obligaciones con un vínculo estable y reconocido. Permanecéis laicos, empeñados en el área de los valores seculares propios y peculiares del laicado, pero la vuestra es una secularidad consagrada. Ninguno de los dos aspectos de vuestra fisonomía espiritual puede ser supervalorado a costa del otro. Ambos son “coesenciales”.
De modo que secularidad y consagración son como las dos caras de una misma y única moneda. La secularidad implica nuestra inserción en el mundo. No es sólo una posición, una profesión “secular” que nos permite un “modus vivendi”, una fuente de ingresos, una excusa para estar junto a los laicos, un disfraz. No. La secularidad implica sobre todo una toma de conciencia de estar en el mundo como el lugar propio de nuestra responsabilidad cristiana. Nuestro estar en el mundo implica comprometerse con los valores seculares, y es nuestro modo de ser Iglesia y de hacerla presente entre los hombres; es nuestro modo de santificarnos y de anunciar la salvación. Somos así, en verdad, sal, luz y fermento de nuestro mundo.
Ahora bien, la consagración, el otro aspecto de nuestra fisonomía espiritual, indica la íntima y secreta estructura portadora de nuestro ser y de nuestro obrar. Aquí se encuentra la riqueza profunda y escondida que la mayor parte de los hombres, en medio de los cuales vivimos, no saben explicarse, y, a menudo, no pueden ni siquiera sospechar.
Nueva y original forma de consagración
Ahora bien, nuestra consagración no es la propia de los religiosos, sino que es una forma de consagración nueva y original, sugerida por el Espíritu Santo para ser vivida en medio de las realidades temporales y para inocular la fuerza de los valores divinos en medio de los valores humanos y temporales. De modo que, dicho brevemente, estamos realmente consagrados y realmente en el mundo.
Todo esto es lo que gozosamente queremos considerar y agradecer en este próximo 60º aniversario de la Provida Mater Ecclesia.
En línea con esta necesidad de hacer síntesis entre la consagración y secularidad, el Papa Pablo VI, dirigiéndose nuevamente a los Responsables Generales de los Institutos Seculares el 25 de agosto de 1976, abordaba el tema de la forma de oración del miembro de un Instituto Secular. Decía así: “Si permanecen fieles a su propia vocación, los Institutos Seculares serán como el laboratorio experimental” en el que la Iglesia verifica las modalidades concretas de sus relaciones con el mundo… Estáis buscando una oración que sea expresión de vuestra situación concreta de personas “consagradas en el mundo”. Os exhortamos a proseguir esa búsqueda, esforzándoos en obrar de tal manera que vuestra experiencia pueda servir de ejemplo a todo el laicado. En efecto, para el que se ha consagrado en un Instituto Secular, la vida espiritual consiste en saber asumir la profesión, las relaciones sociales, el medio de vida, etc. como formas particulares de colaboración al advenimiento del Reino de los Cielos”.
Ahora bien, pienso yo, no sólo en nuestra forma de orar ha de evidenciarse nuestra secularidad consagrada, sino en todo cuanto constituye nuestro pensar, sentir y actuar. Y me apoyo nuevamente en un texto clave, también de Pablo VI, cuando se dirigió a todos los miembros de los Institutos Seculares el 2 de febrero de 1972, con ocasión del 25º aniversario de la Provida Mater Ecclesia. Nos decía así: “Vuestra secularidad os impulsa a acentuar de modo especial – a diferencia de los religiosos- la relación con el mundo. No sólo representa una condición sociológica, un hecho externo, sino también una actitud: estar en el mundo, saberse responsables para servirlo, para configurarlo según el designio divino en un orden más justo y más humano con el fin de santificarlo desde dentro. La primera actitud que ha de adoptarse frente al mundo es la de respeto a su legítima autonomía, a sus valores y a sus leyes (cf. Gaudium et spes, 36)….Tomar en serio el orden natural, trabajando por su perfeccionamiento y por su santificación, a fin de que sus exigencias se integren en la espiritualidad, en la pedagogía, en la ascética, en la estructura, en las formas externas y en las actividades de vuestros Institutos, es una de las dimensiones importantes de esta especial característica de vuestra secularidad. De este modo será posible, como lo requiere el Motu Proprio Primo Feliciter, que vuestro carácter propio y peculiar se refleje en todas las cosas”.
¿Qué dice al mundo nuestra vida?
Me parecen claves las ideas aquí señaladas por el Papa. Ardua pero ilusionante labor la que se nos encomienda: descubrir los “Semina Verbi”, las Semillas del Verbo insertas en las realidades temporales de nuestro momento y de nuestro entorno para integrarlas en nuestra espiritualidad, en nuestra pedagogía, en nuestra ascética, en nuestra estructura, en nuestras formas externas y aun en nuestras actividades. En verdad constituimos el laboratorio experimental en el que, cual avanzadilla, roturamos la relación de la Iglesia con el mundo. Y todo ello sin perder nuestro carisma específico, sello y distintivo del legado que el P. Morales nos dejó a los Cruzados de Santa María.
Señalé anteriormente cómo – a juicio de Pablo VI- ha de evidenciarse nuestra secularidad consagrada en nuestra forma de orar. Pues bien, también el mismo Pablo VI nos señaló cómo ha de vivir sus votos el miembro de un Instituto Secular. Y lo hizo en la ya citada alocución dirigida a los Responsables Generales de los Institutos Seculares el 20 de septiembre de 1972. Decía así: “Vuestra pobreza dice al mundo que se puede vivir en medio de los bienes temporales y se pueden usar los medios de la civilización y del progreso sin convertirse en esclavo de ninguno de ellos; vuestra castidad dice al mundo que se puede amar con el desinterés y la hondura ilimitada propios del Corazón de Dios, y que se puede uno dedicar gozosamente a todos sin ligarse a nadie, cuidando sobre todo a los más abandonados; vuestra obediencia dice al mundo que se puede ser feliz sin pararse en una cómoda opción personal, pero quedando disponible del todo a la voluntad de Dios, tal como se manifiesta en la vida cotidiana, a través de los signos y de las exigencias del mundo actual”.
Oración, pobreza, castidad, obediencia: notas de espiritualidad vividas así en perfecta integración de las realidades temporales circundantes. Pero la invitación del Magisterio a extender esa integración a la pedagogía, a la ascética, a la estructura y aun incluso a las actividades siempre estará abierta a todos los Institutos Seculares, así como a sus miembros. Es el reto implícito cuando la iglesia nos pide “atisbar en los signos de los tiempos”.