HOMILÍA – Misa conmemorando – XXV Aniversario de la muerte del P. Eduardo Laforet Dorda. 21-noviembre-2009
P. Emiliano Manso Aláez
“La Eucaristía es el acto mayor de contemplación que pueda darse”, decía S. Vicente Ferrer. Por lo mismo podemos seguir afirmando y proclamando que la Eucaristía es el acto mayor de adoración y acción de gracias que pueda darse.
La Eucaristía es la presencialización sacramental del acto supremo de ofrenda y amor de Jesucristo al Padre; la ofrenda perfecta expiatoria por los pecados de la humanidad, hecha de una vez para siempre.
La Eucaristía no está al servicio de otras finalidades, sino que todo está al servicio de ella, en relación y referencia a ella. No está para solemnizar actos, encuentros, eventos; más bien es al revés: todo está supeditado y referido a la Eucaristía, que es la fuente de donde dimana la vida de la Iglesia y el fin hacia lo que todo tiende, como recordó el Concilio Vaticano II. Como decía Sto. Tomás de Aquino: “La Eucaristía es como la conformación de la vida espiritual y el fin de todos los sacramentos.”
Es decir, que todos los actos que constituyen y expresan nuestra vida espiritual se enfocan y refieren a la Eucaristía. Todos los sacramentos que configuran nuestro ser cristiano y nuestra vida de fe tienden a la Eucaristía. Toda la actividad apostólica, pastoral de la Iglesia tiende, como una flecha, a la diana de la Eucaristía.
Así nosotros, en esta tarde, reconocemos que el Acto organizado para recordar el 25 Aniversario de la Muerte del P. Eduardo Laforet Dorda, culmina en la Eucaristía. La Eucaristía no está al servicio de este Acto, para darle mayor relieve, sino al contrario; este Acto sirve y honra a la Eucaristía, culmina en ella; este Acto, esta conmemoración está al servicio de la Eucaristía, donde todo encuentra la plenitud de sentido.
La vida y la muerte de Eduardo, la ofrenda de su vida por la vida del Papa, su consagración en la Cruzada y su Sacerdocio: todo tiene su culminación en la Eucaristía.
La Eucaristía es el memorial del sacrificio sacerdotal redentor de Jesucristo. Es el banquete del Cuerpo sacrificado de Cristo y de su Sangre derramada como expiación de los pecados de la humanidad.
La Eucaristía es el lugar de la ofrenda, donde nuestras pequeñas o grandes ofrendas deben quedar incorporadas, asumidas. Será una gota en el océano, pero esa gota adquiere así pleno sentido en el océano.
La Iglesia exhorta, de modo constante, a todos los fieles a asistir y participar activamente en la Eucaristía, para ofrecerse juntamente con Jesucristo, hostia pura, hostia santa, hostia inmaculada.
Todos “invitados y conducidos a ofrecerse a sí mismos, sus trabajos y todas sus cosas, en unión con Jesús mismo”. (Cf. PO 5)
“Los sacerdotes enseñen a fondo a los fieles a ofrecer a Dios Padre la Víctima divina en el Sacrificio de la Misa y a hacer, juntamente con ella, oblación de su propia vida.” (Cf. PO 5)
Cuando hoy recordamos la persona del P. Eduardo, recordamos la ofrenda de su vida, que culminó con su muerte hace 25 años; hizo la oblación de su vida ante la Eucaristía, uniéndose a Jesucristo, única víctima grata al Padre.
Le damos gracias a Dios por el don que el Señor nos hizo de la persona de Eduardo, de su ofrenda, por el ejemplo estimulante de su gesto generoso, y gracias también porque le sentimos muy cercano a nosotros.
Es nuestro. Es de nuestra familia natural, decís vosotros, madre, hermanos y demás familiares.
Es nuestro, de nuestra familia espiritual, decimos nosotros, los Cruzados de Santa María; miembro de nuestro Instituto Secular, al que se incorporó, donde profesó la consagración de los consejos evangélicos, donde vivió durante los ocho años últimos de su vida, donde murió siendo sacerdote los ocho últimos meses de su vida.
Es nuestro, le sentimos muy cercano a nosotros, porque le vemos muy humano, debatiéndose por escalar la cumbre de la santidad, luchando con los defectos y miserias, de las que nos vemos nosotros mismos rodeados. Eduardo era consciente de sus miserias y fallos, pero apoyado en el trampolín de la humildad y de la confianza en el amor misericordioso de Dios, aspiraba a las altas cimas de la santidad. Fue un alpinista del espíritu, como le hemos denominado.
Eduardo estaba como marcado por el signo de la ofrenda, del sacrificio.
Esto lo comprendí, especialmente cuando el padre de Eduardo tuvo la confianza de contarme algo sorprendente y que aún yo no conocía.
Era el 24 de noviembre de 1984 por la tarde. Los restos mortales de Eduardo reposaban en el salón de la planta baja de nuestro hogar central de los Cruzados de Santa María, en la calle Écija. Estábamos hablando en mi despacho el padre, la madre de Eduardo y yo, los tres. Nos dedicábamos a recordar, sin prisa, a pasar por el corazón los hechos y las vivencias del pasado, referentes a Eduardo. Recordar es un modo de consolar y consolarse; hacer presente a la persona que amamos, que se nos ha ido, que está ausente.
Y, en este ambiente de intimidad, de sosiego en la fe y esperanza, me contó el padre de Eduardo, o mejor recordó, cómo cuando su hijo Eduardo le manifestó el deseo de ser sacerdote, le llevó a su despacho, abrió la Biblia, buscó un pasaje bien conocido: el Sacrificio de Isaac, y le mandó a su hijo que se pusiera de rodillas, mientras lo leía conmovido.
Un gesto emocionante y significativo, que puede tener muchas lecturas y significados. Yo caí en la cuenta de que Eduardo había estado señalado con el signo de la ofrenda, del sacrificio. No creo que haya habido muchas escenas como ésta, cuando un hijo manifiesta a su padre el propósito de su vocación sacerdotal, de su consagración a Dios.
Un padre que, como Abraham, ofrece su hijo a Dios.
Un padre que pone a su hijo bajo la Palabra de Dios, proponiéndole así una orientación para interpretar y vivir su vocación.
Y un hijo que escucha el texto de la Sagrada Escritura de rodillas, acogiendo todo el misterio que en ese texto se concentra y que después ha de ir interpretando y aplicando a su vida.
Isaac es un anuncio profético de Jesucristo, sacrificio y víctima.
Eduardo, en un gesto presuroso y generoso, ofreció su vida por el Papa Juan Pablo II, ante la Eucaristía, aquella tarde del 13 de mayo de 1981, momento en el que la vida del Papa estaba en grave riesgo de perecer, por el criminal atentado sufrido.
Cuando, posteriormente, Eduardo se había internado por el sendero del dolor hacia la cumbre del Calvario, quiso reafirmar la ofrenda de su vida en el contexto de la ofrenda al Amor Misericordioso de Santa Teresita del Niño Jesús, el 8 de septiembre de 1983, fiesta de la Natividad de María, y me la entregó en un folio firmado.
Ya en el segundo mensaje, de los tres que había recogido en su carpeta (y que con tanta precisión y acierto analiza y estudia J.L. Acebes en el libro Alpinista del Espíritu), asume y encaja perfectamente el Mensaje de la Virgen de Fátima, mensaje que habla de ofrenda por la salvación del mundo. “La Virgen te suplica, esperanzada y llena de amor: ¿Quieres ofrecerte a Dios para soportar todos los sufrimientos que quiera enviarte, en reparación por los pecados con que es ofendido y en súplica por la conversión de los pecadores? Tendrás que sufrir mucho, pero no temas; la gracia de Dios será tu fortaleza y yo nunca te dejaré. Mi Corazón será tu refugio y camino que te conducirá hasta Dios.”
La ofrenda ha tomado ahora la configuración de una propuesta, de una oferta que hace la Virgen, con una finalidad expiatoria.
Eduardo ha vivido la vida como una ofrenda, como una ofrenda de la vida; y lo ha vivido en comunión con María y en referencia al Sacramento de la Eucaristía, Sacrificio Eucarístico. Así corona su tercer mensaje, recogido en su carpeta:
“El Señor mismo en el Santísimo Sacramento, que hace presente su Sacrificio, te llama a unirte a Él. Y María, su Madre y Madre tuya está junto a ti, para enseñarte y ayudarte”.
Feliz y significativa coincidencia al recordar estos temas, que constituyeron las vivencias íntimas de Eduardo, coincidiendo con la celebración litúrgica de este día: Presentación de María en el templo.
Es una de las doce grandes fiestas marianas que celebran en la liturgia los cristianos orientales. En la liturgia romana de occidente se introdujo a finales del S. XVI.
Su fundamento histórico no es muy sólido. Nos llega a través del evangelio apócrifo titulado: Protoevangelio de Santiago. Se nos cuenta que María fue llevada al templo de Jerusalén por sus padres, cuando tenía tres años, para que permaneciera una temporada educada con otras niñas en las cosas religiosas. Todo esto se realiza envuelto en señales milagrosas.
Sin embargo, el contenido y el significado teológico y espiritual es muy rico, y muy real y cierto.
En el Corazón de María, concebida sin pecado original, bulle un deseo vivo de entrega, de consagración a Dios. Es lo que se significa con esa subida y estancia en el templo. Esa decisión de su mente iluminada y de su voluntad totalmente libre se va perfilando, concretando y realizando a lo largo de su vida. Adquiere una entidad perfectamente configurada en su consagración virginal en el Hágase de la Anunciación y su culminación en el Estar junto a la Cruz de su Hijo.
Eduardo vivió al calor de la espiritualidad mariana y, por lo tanto, quedó su vida incluida en ese maravilloso paréntesis del Hágase y del Estar. Como resume el P. Rafael Delgado en su capítulo profundo y diáfano, titulado Escalada al Calvario: Misionero de la Cruz, en el libro Alpinista del Espíritu. “La vida, la consagración, el sacerdocio y el sacrificio del P. Eduardo Laforet se sitúan entre dos palabras del Evangelio referidas a María: el Hágase de la Anunciación y el Estar de la Cruz.”
Eduardo vivió especialmente la devoción a la Virgen en los ocho años como cruzado de Santa María y en los ocho meses últimos de su vida, como sacerdote cruzado. Se puede comprobar esta veta espiritual de Eduardo en el libro Alpinista del Espíritu y ver cómo atraviesa toda su vida. Significativamente, puso su ofrenda al Amor Misericordioso en manos de la Virgen:
“En este día en que celebramos con gran gozo tu nacimiento para Dios, pongo en tus manos, Madre, este ofrecimiento como víctima al Amor Misericordioso”.
En la carta que escribe a S. Pablo, el 19 marzo de 1984, al día siguiente de su ordenación de diácono, esperando en la intercesión de S. Pablo para realizar el aspecto victimal de su sacerdocio, dice: “Siento una necesidad imperiosa de identificarme con Jesucristo Hostia Santa, de ser con Él en medio de mis hermanos, presencia silenciosa y fecunda”.
Y S. Pablo le responde, subrayando intensamente esa orientación de ofrenda e inmolación.
El P. Tomás Morales, en un pequeño libro que nos dejó especialmente para los sacerdotes cruzados, titulado Sacerdotale, recoge una frase en la dedicatoria que yo no dudaría afirmar que es de Eduardo. Pues el P. Morales nos pidió le diéramos por escrito nuestras reflexiones sobre el tema del sacerdote en la Cruzada. Y Eduardo se las dio.
“Estas notas tratan de iluminar vuestro principal quehacer sacerdotal -escribe el P. Morales- Uno de vosotros, sin sospecharlo, me parece que ha acertado a delimitar su objetivo, sintetizando el contenido.”
“Quiero ser víctima de holocausto –me dice- por mis hermanos cruzados. Por aquí se va enfocando mi futuro sacerdotal: ofrecer gota a gota mi vida por ellos”.
Sean o no estas palabras de Eduardo, el P. Morales las asume de modo muy elogioso. Sintonizan con sus criterios. Expresan un aspecto básico de la espiritualidad sacerdotal, aunque no sea la única dimensión del sacerdote.
En este sentido, Eduardo se nos ofrece como un modelo, pero un modelo estimulante para que todos, cada uno en su propio estado y vocación, sigamos la ruta de este alpinista del espíritu, de modo particular los sacerdotes cruzados y los cruzados laicos.
Confío que también será para todos los sacerdotes y seminaristas, providencialmente en este Año Sacerdotal, un estímulo para una entrega más generosa a Dios, y poder lanzar a los cuatro vientos ese grito que tanto gustaba a Eduardo –que S. Rafael Arnáiz hizo tan suyo- ¡Sólo Dios! La primacía absoluta y gozosa de Dios.
Estimulados por todo esto, queremos poner nuestra ofrenda en el Altar como una gota en el océano infinito de la oblación de Jesucristo, como un granito de arena en la playa inmensa del Sacrificio del Señor. Unir nuestra ofrenda a la ofrenda sacerdotal de Jesús, que se hace presente sacramentalmente en esta celebración.
Deseamos hacer nuestras, de alguna manera, las palabra que Eduardo dejó escritas en su agenda, unos días antes de su Ordenación Sacerdotal: “Ser hostia con la Hostia, identificarme con Jesucristo en el Sagrario por el sufrimiento, el silencio, la paciencia, la sonrisa, la disponibilidad… ¡Te amo, Jesús mío!” (04.03.1984)