Quien visita Santiago y no al Salvador, visita al Siervo y no al Señor.
Caminante no hay camino; se hace camino al andar.
Caminante son tus huellas el camino y nada más.
¿Lleva razón el poeta? ¿Es así la vida? ¿Es lo nuestro lo más importante?
Proponemos una alternativa:
Caminante, sí hay camino.
No sólo se hace camino al andar…
Son, tus huellas, el camino y algo más…
En verdad existe un CAMINO, con mayúsculas: Jesucristo (“Yo soy el camino, la verdad y la vida”). Cuando venimos a esta vida no somos como un cheque en blanco: nuestro sentido está en recorrer un camino: el marcado por Jesucristo. “Ver su vida como El la vio; sentir como El sintió; hacer como El hizo”. Es todo un camino: el camino de la vida cristiana.
Los clásicos hablaban de la Vida como un camino, corto o largo, de un “exitus” (salida) y un “reditus” (retorno). La definición por excelencia de la persona humana era la de “homo viator” (siempre en camino).
El Camino de Santiago es un símbolo de la vida misma, y de la vida cristiana. Es el Camino por excelencia: mucho más que un camino físico. Dicho Camino nos recuerda nuestra condición primera de peregrinos, al palpar nuestra condición limitada.
Nos muestra esa estrella única o estrellas (personas o monumentos, símbolos o acontecimientos) que aparecen como novedad y nos guían como brújulas.
Nos hace encontrarnos con otros compañeros de camino, de los que aprendemos y que nos sostienen.
Nos empuja a avanzar siempre hacia el Oeste, hacia la puesta del sol (hacia el Finisterre). Y, en la meta, delante de la Tumba del Apóstol, nos encontramos con un Amigo de Jesucristo: Santiago el Mayor. Entonces se nos revela que Santiago era sólo un hermano; mayor, pero sólo un hermano. Porque el Señor es el Salvador.
Esto es parte del secreto y de la belleza del Camino de Santiago. En verdad, si el Camino de Santiago no existiera, habría que inventarlo. El Camino es un gran espejo de autenticidad. Es una parábola para despertar
Ponerse en Camino, hacer la experiencia del Camino es como aprender a caminar desnudo (con lo que eres en verdad). Al Camino se llega con lo que eres, no con lo que tienes. Nada más. Y se avanza, la mayor parte del mismo, en silencio. Sin preocuparte por lo que no es esencial. A veces se camina con los ojos casi cerrados y, sin embargo, no se encuentran grandes obstáculos. En el Camino casi todo está por estrenar. Sólo existe una especie de ley implícita: camina aunque sea con paso cansado. Fíate.
En el Camino hay agua: el que regala el suelo (los ríos, los manantiales, las fuentes) pero sobre todo, el de la lluvia. La lluvia, en el camino es como una fiesta. Una gran fiesta que alegra el corazón en lo profundo. Esto apenas se puede entender cuando no peregrinas. En la ciudad todo tiene su precio y lo gratuito apenas se valora. En el camino es sorprendente y grandioso escuchar el ruido del agua: nos recuerda una y otra vez que el mundo aún puede caminar con ritmos de belleza todavía no aprendidos.
El principal alimento del Camino es la esperanza de lo nuevo. En el camino se aprende a ver con el corazón. El camino te enseña, en cierta manera, una verdad: “No tengas prisa, porque donde has de llegar es a ti mismo; a lo más hondo de ti mismo, donde Él, Cristo, te habita”. El Camino te enseña a escuchar la voz de Cristo. Y te enseña que, quien se encuentra con Él no sólo no pierde nada sino que gana todo.