Mis queridos amigos de la Ciudad Católica: me atrevo cada año a dirigiros la palabra porque nuestro querido y común amigo, don Juan Vallet, me invita a ello. Podéis comprobar que mis condiciones intelectuales no están a la altura del auditorio que tengo delante, pero hablar a católicos que, como he podido observar estos días, tienen mi mismo querer, mi mismo pensar, mi mismo sentir, se me hace fácil.
A lo que hoy querría invitaros es a que ese mismo querer, ese mismo sentir y ese mismo pensar, ahora podamos añadir un mismo obrar. Puede que haya aquí personas entre nosotros que se sientan incapacitadas para llevar a la práctica los temas, las ponencias, tan maravillosamente desarrolladas, las ideas que en los foros, en el diálogo, en la convivencia entre unos y otros hemos ido recibiendo. Muchas de las personas aquí presentes (repito) pueden sentirse incapaces de llevar esto a la vida, de trasladarlo al medio ambiente en el que estamos… Ahora bien, de lo que ninguno de los que estamos aquí debe sentirse incapaz es de llevar al mundo la verdad del Evangelio.
Y ahora es cuando, vuelvo a haceros la pregunta que os hice en Benicasim el año pasado.
Todos los que estamos aquí presentes, ¿aspiramos a la santidad o hemos renunciado ya a ella? Porque no hay forma de cambiar las estructuras sin cambiar el propio corazón humano, y no hay forma de cambiar el propio corazón humano sino identificándolo con Jesucristo y transformándonos en Él. Esta pregunta debemos hacérnosla todos muy seriamente, máxime cuando estamos a cinco días (¡nada más!) de la estancia del Papa Juan Pablo II en España, dejándonos una catequesis completísima, cuya idea central es toda una exhortación a todos y cada uno de los componentes de la sociedad cristiana a aspirar a la santidad.
Ahora bien, si santidad y cruz son inseparables, ¿por qué renunciamos a la santidad? Renunciamos a la santidad porque tenemos pánico a la cruz. Tener pánico a la cruz es no entender e1 meollo de nuestra fe, el centro del cristianismo, la esencia de la vida cristiana.
No hay que desalentarse: a nuestros primeros hermanos, los apóstoles, les pasó lo mismo. La Iglesia, que lo prevé, nos propone un Evangelio que es una lección y a la vez la fortaleza para poder practicar esa lección. Es el Evangelio de la octava semana precuaresmal, cuando nos vamos a meter prácticamente a acompañar a Jesús en la pasión.
Este Evangelio es el siguiente. Dice San Marcos (10, 32 y ss) que subían a Jerusalén. Jesús marchaba delante de ellos; ellos estaban sorprendidos y los que le seguían tenían miedo. Les dijo: «Mirad que subimos a Jerusalén, donde el hijo del hombre va a ser entregado a los sumos sacerdotes y los escribas. Le condenarán a muerte, le azotarán, le coronarán de espinas, le matarán y al tercer día resucitará». Era la tercera vez que Jesús predecía su pasión. Cada vez que aparece en escena la pasión, los discípulos (es el Espíritu Santo quien nos lo dice por la Escritura) se entristecieron mucho y «no entendían lo que El había querido decir; y era éste un lenguaje que les resultaba incomprensible a ellos» (Lc 18, 34). No nos puede extrañar a nosotros que la cruz nos asuste. La cruz sola, sin perspectivas de resurrección, puede aplastarnos. Pero es que no hay cruz sin resurrección.
Y nosotros, los que estamos aquí (me dirijo fundamentalmente a los seglares porque la mayoría del auditorio es seglar), ¿nos sentimos responsables del momento que nos está tocando vivir? Juan Pablo II acaba de alejarse de España. Yo creo que Juan Pablo II nos miraría a cada uno de los asistentes a esta Reunión de amigos de la Ciudad Católica como miró Jesús a aquel endemoniado de Gerasa iniciando allí (a mí así me lo parece) el apostolado seglar.
Jesús (el pasaje lo conocéis todos, es el capítulo quinto de San Marcos) había liberado en aquella comarca de diez ciudades griegas —la Decápolis— de un endemoniado que la asolaba. Era tan peligroso que al preguntarle Jesús su nombre respondió: «legión, porque somos muchos». Cristo va a librar a aquel hombre de Satanás, ordenando a los demonios que se metan en aquella piara de cerdos (unos dos mil, que se precipitan al mar). Después de hacer aquel bien tan inmenso, aquellos hombres del pueblo, como los porqueros fueron a avisar, vino todo el pueblo, se colocaron delante de Jesús y le dicen respetuosamente: “Kyrie, Señor, vemos que eres muy grande, pero nos has causado un gran mal. Te lo suplicamos: ¡aléjate de de aquí!, ¡márchate de estas tierras!” Jesús, silenciosamente, sube a la barca. Los apóstoles, detrás. Y entonces, el endemoniado —dice el Evangelio—, quiso subir con Él, quiso formar parte de los elegidos, del grupo apostólico; pero Jesús, rechazado de allí por toda aquella multitud de personas que amaba, se volvió al endemoniado para decirle: «Vuelve a los tuyos y cuéntales las misericordias que el Señor ha obrado contigo».
A mi juicio ahí se inicia el apostolado seglar: donde va a ser rechazado Jesús, donde no pueden tampoco entrar los prolongadores del sacerdocio ministerial de Jesús, religiosos, sacerdotes. Ahí donde no pueden entrar éstos está llamado a entrar el seglar a cristianizar todas las estructuras. Juan Pablo II dijo a los laicos, en Lisboa, que si en algún momento se podía acusar a la Iglesia de no estar presente en un sector social determinado o en algún problema humano era porque nosotros, los laicos, los seglares católicos, habíamos abandonado ese sector o ese problema. En los distintos mensajes que Juan Pablo II ha dejado aquí, en nuestra patria, puede contemplarse este mismo pensamiento.
A los educadores en la fe dijo, en Granada, que la misión de anunciar el hecho profundo de la redención cumplida en Cristo no es privativa de los Ministros Sagrados o del mundo religioso sino que debe abarcar los ámbitos de los seglares, de la familia, de la escuela. Todo cristiano ha de participar en la tarea de la formación cristiana, ha de sentir la urgencia de evangelizar. Está tan cerca de nosotros su acento que aún sentimos la firmeza de su voz, porque ha predicado —dijo al llegar a Roma— las verdades eternas del Evangelio con amor y con fuerza.
Nosotros no podemos dejar ahora a Juan Pablo II en su soledad.
Yo, en los días previos a la venida de Juan Pablo II, he estado tratando con cerca de medio millar de jóvenes. Fuimos a buscarlos a sus centros de estudio. Aprovechamos la coyuntura de que venía el Papa para ofrecer a la juventud una gran empresa. Pasamos por allí, hablando con directores, charlando con los muchachos. Entramos por esos centros diciendo: “Se necesita media docena. Dígame usted seis muchachos responsables y selectos que quieran formar parte del servicio de orden en los actos con el Papa, fundamentalmente en el encuentro con los jóvenes”.
En la primera reunión organizativa que tuvimos un sábado, habían acudido unos trescientos muchachos. Cuando me dijeron a mí que les dirigiera la palabra, me dije: «Madre, hay que enamorarles de Jesús. Pero, para enamorarles de Jesús, no tengo otro camino que enseñarles a sufrir, porque no se ama aquello por lo que no se sufre».
Hoy no amamos la santidad. Y no amamos la identificación con Jesucristo, transformarnos en El, porque sufrimos poco por El, y cuando se nos ofrece la coyuntura de sufrir damos la espalda porque tenemos miedo a sufrir. Y si el cristianismo tiene miedo a sufrir no puede variar las estructuras por caducas que sean. Pío XII decía: «Los cristianos primitivos se atrevieron a enfrentarse a una civilización pagana, a unas estructuras caducas, y lentamente, con paciencia, lucharon contra ella y la vencieron, con gravísimos sacrificios, hasta dar la vida. Somos seguidores de un crucificado que dio la vida primero por nosotros».
Dije a aquellos muchachos: “Si alguno viene aquí pensando que formar parte de los servicios de orden supone una cercanía, una proximidad mayor al Papa, y viene para estar más cerca del Papa puede retirarse. Aquí se viene para tener los ojos puestos, no en el Papa, sino en la multitud, para que no vaya a aparecer un malvado que levante una pistola y quiera quitarle la vida. Tenéis que renunciar, a ver al Papa. ¿Estáis dispuestos a esto?”. Al sábado siguiente acudieron unos cincuenta jóvenes más, aunque se habían retirado algunos. El tercer sábado, siguiendo con el mismo programa exigente, llegamos a tener cerca de cuatrocientos muchachos en la reunión y otros cien que no pudieron asistir. Allí, a mayor exigencia, mayor respuesta. Hubo uno que me dijo luego, en charla particular: «Lo que más me entusiasmó desde el primer día es que me enseñaste a sufrir por Jesucristo y, cuando, durante las clases, tuve que entrar con mis amigos haciendo campaña para que asistieran a los actos del Papa, para que engalanasen sus casas, para que repartieran octavillas, pude comprobar mi sufrimiento y mi alegría».
Les dije: “Este entrenamiento a sufrir ahora por Jesucristo es importante, pero es sólo un principio, porque ahora está el cristianismo de moda, ahora está la figura del Papa aquí respaldándonos a nosotros. Cuando habrá que sufrir por Cristo serán cuando se marche de España, cuando enseguida se silencie, cuando los medios de comunicación social empiecen con su ironía a vilipendiar la figura del Sumo Pontífice, a ridiculizarnos a los cristianos. Entonces es cuando verdaderamente hay que sufrir y hay que luchar.
Ahí están esos muchachos en sus centros de trabajo peleando por la Iglesia A algunos les han suspendido exámenes porque ha habido colegios religiosos e Institutos de Enseñanza Media que la tarde del día 3 de noviembre hicieron exámenes a su alumnos (aquí, en Madrid) para que no pudieran asistir al acto del Bernabeu. Yo les animaba a rebatir a sus profesores: «Usted me suspenderá, pero yo no vengo a dase». Y cuando te diga el profesor: « ¿Tú eres católico?, antes es la obligación que la devoción», le respondes tú: «Si usted tuviera a su padre ausente por muchos años, en América, por ejemplo, y viniese al aeropuerto, ¿usted dejaría de ir a recibirle por tener un examen?
»La obligación para un católico ante un hecho único en la historia de España es que un Papa viene aquí y mi obligación es ir allí; si usted quiere, suspéndame».
Parecería que esto es moverles a la subversión, pero es dirigirles a una subversión de valores, es decir, a valorar lo sobrenatural muy por encima de lo material y de lo humano. Ese muchacho, si sigue viviendo así, el día de mañana no pondrá tanto corazón en lo material cuanto en lo trascendente. Estamos así porque tenemos miedo a sufrir. Tenemos una juventud maravillosa, pero no podemos empujarlos a sufrir si nosotros somos los primeros temerosos del sufrimiento. Por tanto, no es privativo del religioso ni del sacerdote, es de nosotros (los que estamos aquí) evangelizar. Todos los que estamos aquí podemos evangelizar. En Toledo, a los dirigentes seglares, dijo el Papa: «Ningún cristiano está exento de su responsabilidad evangelizadora. Ninguno puede ser sustituido en las exigencias de su apostolado personal. Cada laico tiene un campo de apostolado en su experiencia personal». Y en este campo de apostolado, dos aspectos, para no caer en lo que ayer se criticaba en un foro (posiblemente con mucha razón), al decir que podíamos tener el peligro de convertirnos en unos místicos (pienso que lo que quería decir era que teníamos el peligro de caer en el misticismo, porque el místico, el auténticamente místico, el contemplativo, es eminentemente activo).
Si estamos fallando en nuestra acción evangelizadora es porque no somos contemplativos, porque no somos místicos, porque no somos almas de vida interior, porque no hacemos oración. Cada laico tiene un campo de apostolado en su experiencia personal, pero mi experiencia personal evangelizadora es tanto cuando evangelizo en lo divino como cuando evangelizo sobre lo humano. Tenemos que ser los mejores allí donde estemos: «Porque sois competentes, seréis eficaces», decía el padre Poveda a sus teresianas. No podemos tener autoridad si no somos autoridad. En el campo personal donde yo me desenvuelvo tengo que ser el mejor. Pero ser el mejor supone muchas renuncias, muchos sacrificios, mucha entrega, mucho olvido de mí mismo. Y a los que estáis aquí esta noche se os podría preguntar, como el Papa en el Estadio Bernabeu dijo a la juventud: «He esperado con verdadera ilusión este encuentro». El Papa se preguntaba muchas veces: “Los jóvenes españoles, ¿serán capaces de vivir con valentía y constancia su fe?”. Respondieron: “¡Sí!”. A continuación les dijo: “¿O desencantados se replegarán sobre sí mismos?”
Las personas asistentes aquí, a este acto de clausura de la vigésimo primera Reunión de amigos de la Ciudad Católica, ¿se replegarán desencantados sobre sí mismas cuando salgan de aquí? ¿Cómo podemos conseguir no replegarnos desencantados? ¿De dónde sacar esta fuerza? La fuerza está en la Cruz, donde reside el poder y la sabiduría de Dios.
No tener miedo a la cruz. En la cruz hay un auténtico gozo. Lo que pasa es que las ideas no se entienden mientras no se viven y dejan de comprenderse cuando dejan de vivirse; y rechazamos la cruz sin poder gozar de su unción.
Todos los que estamos aquí tenemos que hacer un verdadero esfuerzo por convertirnos en hombres y mujeres de vida interior, almas contemplativas. Si el Papa dijo a los sacerdotes en Valencia: «ser sacerdotes de cuerpo entero», yo os digo aquí a todos (y creo que prolongo la acción y la voz del Papa): «sed católicos de cuerpo entero, es decir, de cuerpo y alma. El cuerpo entero, con todo su ser», y cuando haya un ejército de personas que sean católicas de cuerpo entero, allí donde estén, entonces el Evangelio, posiblemente, seguirá siendo un signo de contradicción, pero irá penetrando en las almas, porque para ser un católico de cuerpo entero hace falta ser grano de trigo que se pudre y ese da fruto siempre, porque tras la muerte hay resurrección.
Tenemos que ser maestros de oración. Cada uno de los que estamos aquí tenemos que convertirnos en maestros de oración, lo cual supone dedicar un tiempo al silencio, al recogimiento, a la oración. Tomamos unos días de tiempo para unas jornadas, unas reuniones, un Congreso, como el de aquí, pero no lo tenemos para unos Ejercicios Espirituales serios al año. ¿Qué tiempo del día dedicamos al estudio, a la lectura? Hay que hacerla y cuanto más mejor; pero, ¿qué tiempo dedicamos a la oración, a la reflexión, a la meditación, al contacto íntimo con Jesucristo? Querer amar al hombre sin amor a Jesucristo —dice el Papa— no es coherente. El amor al hombre exige la coherencia del amor a Cristo, y esa fidelidad a Cristo nace de mi oración de cada día. No podemos abandonar la oración, no podemos abandonar nuestra vida interior, no podemos rechazar la cruz cada vez que se nos presente delante, porque la cruz supone, a veces, presentarnos lo que queríamos rechazar: nuestra miseria, nuestra pequeñez, nuestra bajeza; o alejarnos de lo que queríamos abrazar, que es el honor, la vanagloria, la estima, el quedar bien. Pero no se trata de quedar bien, no se trata de sostener nuestra imagen. Hoy hay mucha gente que prefiere conservar la imagen a ser testigo de la verdad. Esto es lo que el enemigo ha descubierto para que no avance el cristianismo.
Nos decían en un foro de ayer que un famoso general chino afirmaba que lo importante no es que un ejército sea capaz de vencer a cien batallones enemigos en mil batallas; lo importante es que un ejército sea capaz de superar al enemigo sin combatirlo. Añadía que esta táctica es la que han penetrado hoy en la Iglesia a través de medios de comunicación social, de editoriales, de las publicaciones que se hacen en libros, a través de la enseñanza en las escuelas, etc. El mal sí que se extiende como vasos capilares y llega a todas partes dejándonos indefensos sólo con ridiculizarnos (con ponernos el adjetivo de retrógrado o cavernícola). Lo que ocurre es que preferimos conservar nuestra imagen. Pero decía el Papa a los jóvenes: «queridos jóvenes, la raíz del mal nace en el propio corazón humano y en la vida social». Si ya tenemos este enemigo de la vida social para encogernos, apocarnos, amedrentarnos, no es menos nuestro propio corazón, que quiere quedar bien, simpatizar, agradar, siendo así que tenemos que sostener la verdad, predicada —como Juan Pablo II— con amor y con fuerza, amando al enemigo. No hemos de amar el error, hemos de rechazarlo, pero hemos de amar al enemigo, porque dice San Juan de Ávila: « ¿Cómo pudo llamarnos Cristo amigos, cuando éramos enemigos? Porque muriendo por nosotros en la cruz nos hizo amigos». Vencer muriendo, no matando, para transformarlos en amigos. Entonces, ¡claro que se puede! Nos faltan las fuerzas, nos sentimos incapaces, pero tenemos una ayuda inmensa, un tesoro a nuestro lado; ¿para qué tenemos a la Santísima Virgen?
El Papa decía, en la beatificación de sor Ángela de la Cruz, que esta mujer se veía en la contemplación enfrente de Cristo crucificado y que, enfrente, muy cerquita de Cristo crucificado, había otra cruz, y en aquella cruz —vacía— se colocaba ella para estarse allí frente a Jesucristo crucificado por los por los pobres. Yo no conocía este aspecto de sor Ángela de la Cruz, pero cuando escuché al Papa, sí evoqué un aspecto de mi propio corazón. Yo siempre he concebido que la cruz de Cristo está vacía a sus espaldas. He solicitado una fuerza que me falta, como cualquier humano, a la Santísima Virgen para que me clave con El en la misma cruz (no en otra próxima, enfrente) con los mismos clavos. Estar ahí. «Con Cristo estoy clavado en la cruz», como dijo Pablo. Crucificarme con Jesús. Cuando llega éste momento, ciertamente, parece que nos van a faltar las fuerzas, pero «estaba junto a la cruz de Jesús, Su Madre».
El evangelista San Juan nos narra este hecho (y es muy significativo). En el prólogo de su Evangelio dice que a los que recibieron al Verbo se les dio la potestad de ser hijos de Dios. Cuando él narra este acontecimiento («dijo Jesús: he ahí a tu hijo; y luego al discípulo —he ahí a tu Madre»), concluye: «el discípulo la recibió por suya» (y emplea el mismo verbo). Es decir, que si no se recibe a la Virgen por Madre, no lo es en realidad, como aquel que rechaza a Jesús no lo recibirá. A los que le recibieron les dio la potestad de llegar a ser hijos de Dios. Tenemos que recibir a la Virgen por Madre, porque todas estas cosas que yo estoy diciendo están en nuestra mente. Son verdades que creéis, pero lo importante es que hay que vivirlas. Quitarle al hombre el dinamismo de su creencia en que es hijo de Dios es trágico, pero que sepa que es hijo de Dios y no lo viva, es más trágico todavía.
Tenemos mucha más responsabilidad todos los que estamos aquí, —que sabemos que somos hijos de Dios y no actuamos como tales—, que los que lo ignoran. Ayer les decía yo a los jóvenes lanzándoles a la Campaña de la Inmaculada: «Vamos a ver, ¿qué es lo que os arredra? Si fuerais hijos de Aristóteles Onassis y os dijeran que hay que salir a buscar dinero para esta campaña, os diríais: «voy a buscar dinero para esta campaña porque es formidable hacer que la gente colabore; pero si no saco el dinero, ¿qué más me da? Sé que le digo a mi padre: “papá, necesito un millón de pesetas”, y me los va a dar». ¿Por qué? Porque tendríais conciencia plena de ser hijos de un magnate. ¿Actuamos nosotros así? ¿Obramos nosotros a lo Juan Bosco, que en el primer lío económico en que se mete (unos nueve millones de pesetas actuales a pagar en quince días) le dice mamá Margarita: «hijo, ¿de dónde vas a sacar ese dinero? Pero, ¿cómo te has comprometido a eso?
— ¡Mamá, si tú lo tuvieras, ¿me lo darías?
— ¡Claro, hijo!
— Pues, ¡la Virgen lo tiene!».
Nosotros, ¿somos conscientes de esta filiación divina? Dios puede concedernos milagros, no en atención a mí (yo no puedo replegarme sobre mí mismo, no puedo mirar mis miserias y encadenar la acción de Dios porque soy un miserable, que es otro de los engaños del mal espíritu), sino ver el amor que Dios tiene a esa multitud que me rodea, a ese mundo inmenso de almas que El quiere y ama, por cuyo bien está derramando su sangre. Ofrezcámonos en nuestra misma pequeñez. No podemos hacer nada, pero “vamos en tu nombre, Señor, a desplegar las redes”. ¡Cuánto bien podríamos hacer!
Dice Orígenes: «las primicias de la Biblia son los Evangelios, y las primicias de los Evangelios, el Evangelio de San Juan; pero nadie puede entender este Evangelio si no ha reclinado su cabeza en el corazón de Jesús o no tiene a la Virgen por Madre». Ella es nuestra Madre, lo sabemos. Pero hagámosla actuar como tal y entonces nos contagiará su fortaleza, entonces no tendremos miedo. El Papa es un testigo de esperanza porque es todo de la Virgen. No ha cobrado miedo al martirio ¡ha tenido la muerte tan cerca!). A partir de ese momento, precisamente, creo que se ha arrojado a velas desplegadas —más todavía— hacia la muerte. Algunos de nosotros estamos atemorizados porque vemos venir una época martirial. Esa era martirial, si viene, bendita sea; pero mientras llega no podemos estar paralizados, no podemos estar dormidos, no podemos estar inertes, porque tenemos que abrazarnos al martirio de cada día, de cada momento. De lo contrario, soñando o esperando otro martirio y atemorizados, no aceptaremos ése, si es que llega, y estaremos rechazando el del momento presente. Ese martirio de cada momento, el del olvido de mí mismo, el que necesito para mantener mi vida interior y estar en todo momento esforzándome en pensar en Cristo, con Cristo, por Cristo; esa forma de pensar es una penitencia heroica. Ahí sí que hay un cumplimiento del mensaje de la Virgen de Fátima, de la oración y del sacrificio, el sacrificio de intentar mirar, en todo momento, con los ojos de Jesús, amar con el corazón de Jesús, poner las manos como prolongación de las manos de Jesús, «darle una humanidad supletoria» como decía Sor Isabel de la Trinidad. Es una penitencia inmensa, pero tenemos que acostumbrarnos a esto y seremos felices. Transformados en Cristo, seremos los hombres más felices del mundo.
Hemos perdido la vida interior, que es el todo de nuestra vida, y los cristianos nos hemos salido de nuestro eje que está ahí, en la cruz de Cristo. ¡Llenaos de esperanza! Los mejores no están aquí, están fuera, pero están esperándonos a nosotros, y fundamentalmente la juventud. Se ha querido decir, ahora, que el espectáculo de ciento cincuenta mil jóvenes abarrotando el Bernabeu, y cerca de medio millón fuera, representaba a una juventud selecta, pero no a la juventud de España. Hoy, la juventud, lo mismo que las personas adultas, tiene auténtica sed de trascendencia, auténtica sed de lo divino. Cuanto más se engolfa el hombre en lo material, en la busca de placeres hedonistas, está demostrando que tiene un auténtico vacío de lo divino, que se empeña en llenar con ansia desmedida de placeres. Nuestra sociedad apetece a Dios como nunca, por eso os pido que seáis contemplativos, para que comuniquéis a Cristo con vuestra vida, porque, como dijo Juan Pablo II en Toledo: «así como disteis en el siglo de oro una pléyade de santos, hoy también tenéis que dar en España una pléyade de santos, especialmente seglares». Para la transformación del mundo que ve él, hace falta hacer a esos hombres contemplativos en el mismo sitio en que se desenvuelven.
Hoy, que la gente no entra en los templos, hay que convertir en templos nuestros centros de trabajo, de estudio, nuestras calles, siendo yo un contemplativo, viviendo a lo Cristo de tal forma que quien me vea tenga que saltar de lo humano a lo divino. Es verdad que esto es un tesoro magnífico metido en un vaso de barro, que soy frágil, pero yo soy consciente de que El va conmigo y le repito: «Señor, que sacas del estiércol vida, saca de mi miseria, Señor, vida. Tú que amas a los hombres como yo no soy capaz de amarlos, hazlo Tú». Y esa juventud puede llenarnos de esperanza: no sólo la juventud que estaba en el Bernabeu, sino la que estaba fuera del Bernabeu, la que no vino e incluso la que en esos momentos podía estar en una discoteca.
Pero quisiera narraros ahora una anécdota que me aconteció este verano pasado. Supone el triunfo de Cristo en mi alma. Con ciento treinta jóvenes llego a la laguna del circo de Gredos la mañana de un 7 de julio. Buscamos acampar en la pradera colindante al desagüe de la laguna, por ser el lugar más solitario, pero al llegar encontramos que hay ya varias tiendas montadas.
Un pequeño grupo de chicos y chicas está junto a sus tiendas, y nos miran extrañados. Nuestro numeroso núcleo llama la atención.
Al verme a la cabeza de la expedición exclaman las chicas:
— Son mayores.
— ¡No!, interrumpe otra, vienen también jóvenes.
Los chicos, que andan tumbados por la hierba, me preguntan:
¿Traen chicas?
No, respondo. Ya las tenéis ahí.
Somos veinticinco para cinco chicas.
Pues lo siento, contesto; no traemos ninguna.
Casi junto a ellos, pero dejando separación de campamentos, iniciamos el montaje. Aunque falta la mayor parte del grupo que hemos encontrado ya instalado, su representación exigua destaca por su lenguaje de tacos, insultos, bromas, frases de doble sentido, vocabulario soez a veces.
El montaje del campamento, el baño, la comida, el descanso, las reuniones, etc., no nos dejan tiempo para ocupar más la atención en nuestros vecinos.
Al atardecer tenemos la Misa y es entonces cuando parece que la convivencia puede acabar en «fiesta».
Durante la Misa y en nuestro rato de acción de gracias, van llegando los que durante el día estaban ausentes, tras haber salido de marcha a los picos. Son todos chicos y entrecruzan exclamaciones con las muchachas que se han quedado junto a la laguna. Hay jolgorio sobre nuestra presencia. En el silencio destacan perfectamente las alusiones contra nosotros: irónicas unas, faltas de gusto otras, irrespetuosas las más para el ambiente religioso del momento. Alguno de ellos grita:
— ¿Les cantamos los «Kyries de Tal»?
¡Callad!, dice otro, que están en silencio.
Se oye un taco fuerte seguido de…
¿Y si les da por estar así una hora?
Siento que me está hirviendo la sangre y se me ocurre que cuando concluya el tiempo de silencio voy a aclarar las cosas: «O hay convivencia pacífica o vais con las tiendas a la laguna». «¿Estáis locos o qué?» «No veis que somos 130, e incluso muchos de ellos son mayores que vosotros? »
De pronto, algo me cambia por dentro y digo: « ¡Oh, Jesús! ¿Cómo se me pueden ocurrir estos pensamientos contigo dentro? Ese soy yo. Pues bien, ahora vas a ser Tú el que actúe». Y tan pronto como el jefe de campamento da el toque de fin de acción de gracias, me acerco al grupo vecino.
En la montaña todo se oye aun a gran distancia. Dicen entre ellos:
— ¡Cuidado, que viene uno!
Me acerco sonriendo y casi la totalidad del grupo viene a su vez hacia mí.
— Vengo dispuesto a que me hagáis una rueda de prensa, porque estoy seguro de que estáis todos intrigadísimos con estos muchachos. ¿A que sí?
Se inicia un montón de preguntas: ¿De dónde somos? ¿Por qué tenemos el campamento así organizado? ¿Por qué ese rato de silencio, la Misa? ¿Cómo no hay chicas entre nosotros? ¿Cuántos días vamos a estar? ¿Qué vamos a hacer?, etc.
Voy contestando a todo y me doy cuenta de que son muy jóvenes; sus caras son sanas, sus miradas limpias y francas. Las chicas parecen las más inquietas. Y voy sintiendo un inmenso cariño por todos. Sonriendo y como si los conociera de toda la vida, casi como si fuera más de aquel grupo que del mío, voy satisfaciendo su curiosidad.
Comienzo por el tema del silencio:
— Un hombre, ¿dónde se encuentra a sí mismo, en el ruido o en el silencio?, les pregunto.
Callan los más, pero algunos dicen:
— En el silencio.
— Pues eso es lo que venimos buscando a la montaña. Queremos que estos muchachos se encuentren a sí mismos, y a Dios, pero sin lo que se dice hoy «comer el coco». «El coco se come» cuando no se deja tiempo para pensar. En eso consiste el lavado de cerebro, en no dejar tiempo para pensar. ¿No os parece que hoy se reflexiona poco? Te pones ante la «tele» o la radio y te tragas una sucesión de noticias sin tiempo para digerirlas. Aquí queremos que piensen por su propia cabeza, por eso se les deja buenos ratos de silencio.
— Pero parece que hay mucha disciplina, ¿no?
— ¡No!, lo que ocurre es que hay en todos un gran sentido del cumplimiento del deber, y basta una insinuación o indicación del que hace de jefe para que todos se pongan rápidamente en marcha. Además, pensad que es un grupo que está haciendo un cursillo de formación de educadores de juventud. No son tan críos como parecen.
En ese momento nuestro campamento ha formado ante el mástil y están los mandos dando la puntuación del día.
— Ese que está haciendo de jefe de campamento es ingeniero industrial, el que tiene a su derecha es catedrático de latín, y el que está a la izquierda hace cuarto de filosofía. Bastantes de esos chicos están acabando las carreras. ¿Habéis visto a uno que ha tenido que meterse en la laguna porque se le llevó el viento la gorra?
— Sí -me responden a coro jocosamente-, porque la escena había dado lugar a comentarios chuscos por parte de todos.
— Pues hace segundo de medicina.
— Pero si parecía un crío -me dicen-.
— Pues es un fornido navarro, les contesto. Hay chicos de casi toda España.
— ¿No es un campamento político? -preguntan varios-.
— No admitimos que se hable de política. El campamento es para la formación de educadores católicos que impregnen toda la vida de valores cristianos. Políticamente que piensen libremente como quieran dentro de su catolicismo, pero aquí no se habla de política, porque la política divide.
— ¿No son del Opus Dei?
— No, el Opus es otra institución
— ¿Cómo se llaman ustedes?
— Milicia de Santa María.
— Y usted, ¿por qué no forma?
— Hombre, a ciertas edades ya no se está para esos trotes
— Pero se toman muy en serio eso de la formación de educadores, ¿no?
— Es para tomarlo en serio -les digo-. ¿No os parece?
Siento de nuevo mucho cariño, porque ellos mismos me dan la sensación de andar como ovejas sin pastor y necesitados de esos guías de juventud. Entonces les argumento:
— Ahora somos en la tierra unos cuatro mil millones de habitantes. Dentro de 18 años seremos unos siete mil millones, según dicen las estadísticas. La mitad de esos siete mil millones serán menores de 20 años, es decir, una población casi como la que hay ahora: ¿Habéis pensado qué será de un mundo eminentemente juvenil, sin gente que lo oriente?
Pues es verdad, harán falta profesores, guías, sacerdotes…
Bueno, la interrumpe un muchacho muy jovial, por lo menos aquí ya tenemos 130.
También vosotros podéis serlo, respondo.
Pero, ¿por qué no vienen chicas? También hacen falta chicas, dice la más inquieta de ellas.
Han venido hace unos días y ahora, cuando se han ido ellas, venimos nosotros.
— ¿Pero también hay chicas? ¿Y por qué no vienen juntos?
—Nosotros entendemos la formación de chico y chica como una montaña o pirámide. La pareja va subiendo cada uno por una 1adera, y se encuentran vencedores en la cumbre. Juntos, es fácil que se queden a media ladera, prefiriendo gozar, descansando en la grata compañía, que esforzándose en continuar subiendo.
El chico y la chica tienen valores muy positivos, y defectos muy perniciosos. A vuestra edad estáis receptivos, lo captáis todo, pero os puede faltar la capacidad de asimilación. Los valores positivos que tienes tú -me dirijo a la chica inquieta- los captan ellos, pero si no los asimilan bien pueden tocar y disminuir los valores que en un muchacho deben primar como valores viriles. Al mismo tiempo tú admiras los valores masculinos de ellos, y deseas adquirirlos y, si no los asimilas bien, puedes perder algo tan exquisito como ahora tienes y que es tu feminidad.
—Eso está muy bien, pero sigo sin entender que no estén juntos.
Aquí interrumpe uno de ellos con una broma de mal gusto que los otros no parecen aceptar. «Siga, siga» -dicen-.
—Pues -vuelvo a dirigirme a la chica-, además, ¿no te parece que si están juntos hay menos pureza de intención? En las reuniones comunes desean destacar ellos ante ellas y ellas ante ellos, O callan por no hacer el ridículo ante el sexo contrario.
— Sí, en eso tiene toda la razón. Además los chicos siempre quieren salirse con la suya.
Ahora ya no quiero continuar dando sensación de sermoneador y empiezo a gastarles bromas, contar chistes a costa del hambre que dicen tener. Me invitan a cenar con ellos, aunque lo van a hacer de pie por tener poca comida. No les acepto la invitación para no menguar sus pobres viandas y así se lo digo, añadiendo en broma:
— No os acepto la invitación porque soy muy comilón y os dejo sin nada. Por lo de comer de pie, ya sabéis: Vale más comer de pie que pasar hambre tumbado.
Se ríen todos y yo con ellos. Les siento muy míos y muy dentro de mí. Me voy a despedir y les digo:
— Bueno, os dejo. De todas maneras perdonadnos que os hayamos turbado la soledad que teníais antes de llegar este grupo (nuestro campamento había sido montado con cerca de 50 tiendas perfectamente alineadas en dos y tres filas que cubrían un semicírculo bordeando las aguas).
— ¡Ah!, no se preocupe por nosotros, ya verá la que les vamos a dar a ustedes esta noche, porque nos acostaremos a la una o las dos. ¡Vaya follón que vamos a organizar!
— Por eso no os preocupéis, porque mañana nosotros nos levantaremos antes de las siete, pero lo haremos en silencio para que no os despertéis y podáis descansar.
Quedan pasmados de la respuesta, como si les hubiera gastado una broma.
Me despido, y algunos de nuestros acampados que han observado y quizá escuchado mi conversación, vienen y me ofrecen alimentos para que se los lleve. Les digo que lo hagan ellos, y así lo hacen repartiéndoles galletas y demás productos.
A la mañana siguiente hacemos como les dijimos. Nos levantamos en silencio; y aun siendo más de 130 procuramos no turbar su sueño. Ellos no han conseguido turbar el nuestro; primero porque no han alborotado tanto como decían; y, segundo, porque el cansancio nos rindió tan pronto como entramos en las tiendas a dormir.
Cuando nuestro campamento se ha ausentado ya, para pasar todo el día fuera en diversas marchas, a los picos, me acerco otra vez. Me dan las gracias por los alimentos que les llevamos la noche anterior, pero están extrañadísimos de nuestro comportamiento.
Esta vez les hablo de marchas que se pueden hacer desde allí, me cuentan ellos las que han hecho. Me dicen que se van al día siguiente. Vuelven a hacerme preguntas. La chica más inquieta me dice:
— ¿Cómo te llamas?
Respondo con mi nombre.
— Pero los chicos te llaman de otra forma.
— Es con un diminutivo cariñoso –aclaro-.
— ¿Te puedo llamar yo como ellos?
— Pues claro. ¿Y tú, como te llamas?
— Inmaculada, pero llámame Inma.
— Muy bien, Inma. ¿Cómo has venido aquí?
Vuelven a rodearme en grupo.
— Es que somos un grupo de barrio de Madrid y un sacerdote de la parroquia nos invitó a venir a Gredos. Nos hemos ido reuniendo chicos y chicas del barrio y hemos venido con él.
Caigo en la cuenta de que debe de ser un hombre joven, más mayor sin duda que todos ellos. No se ha acercado nunca a mi grupo Ha debido de hacer un gran esfuerzo para la captación de estos chicos y debe de estar buscando la oportunidad, sin duda, de acercarlos a la Iglesia en la medida en que estén separados de ella, o integrarlos más. No cabe duda de que no se acerca, para dejarme más libertad de acción y que los chicos actúen también más libremente.
A las chicas, sigue Inma, nuestras madres no nos dejaban venir, pero como dijimos que veníamos con ésta -una de 19 años- nos han dejado.
Otra chica nos pide que le curemos, si podemos, un pie que se ha torcido, y la llevo a nuestro médico.
Les digo que me voy a ir a hacer una pequeña marcha, y tras otra serie de bromas y nuevas preguntas y respuestas que no hacen al caso, me despido de ellos.
Al regreso, y ya atardeciendo, me acerco a ellos. Vuelven todos a agruparse junto a mí,
— Me gusta su campamento -me dice uno-.
— ¿Dónde se reúnen ustedes? -pregunta otro-.
Les doy el domicilio y otro añade:
— Yo conozco a un chico del barrio que va a ese sitio.
No invito a ninguno que venga por allí para que se integren en su parroquia. Si alguno tiene interés ya nos buscará.
Nueva rueda de preguntas y otra vez Inma, que parece la más inquieta (quizás los chicos se muestren más reservados por tocarles más de cerca el ejemplo de los componentes de nuestro campamento), me dice:
— ¡Parece que están muy contentos! A mí me gustaría un campamento así, pero no sé si sería capaz de soportarlo. Debe ser muy duro.
— No creas, Inma. Ves, sólo la cruz externa, pero no ves el gozo interior de donde nace esa alegría que observas. ¿Nunca has tenido que hacer algo que te costara un buen esfuerzo, por ejemplo, quedarte un domingo estudiando por tener exámenes al día siguiente? Cuando ha acabado el día, ¿cómo te sentías?
— Muy contenta –dice-.
— Es la satisfacción que se sigue al esfuerzo. Pero, si además lo haces por amor de Dios o de las personas por las que te sacrificas, entonces el amor te hace todo fácil. ¿Lo crees así?
— Así debe de ser. Pero de todas maneras se me hace muy duro.
Esa noche, mientras nosotros, después del fuego de campamento con nuestras canciones, chistes, escenificaciones, bromas, poesías, etc., estamos una vez más contemplando el firmamento en silencio y empequeñeciéndonos en la grandiosidad del marco granítico del circo de Gredos, se oyen las voces de nuestros vecinos que tienen una reunión. Se oye la voz de Inma y de alguna otra, y la de varios chicos. Uno de ellos dice:
— Vamos a ver, ¿para qué estamos aquí? Porque yo soy uno de los más veteranos y todavía no sé para qué estamos.
La voz del sacerdote va moderando la reunión.
— Es que tenemos que hacer algo -dice otro-.
— ¿Como qué? –preguntan-.
— Algo por los demás, algo que repercuta en bien de los que nos rodean. Por ejemplo, en el barrio podríamos hacer un periódico y escribir sobre acontecimientos, problemas del barrio, buscar soluciones; lo que sea, pero hacer algo.
Yo miro a las estrellas y siento una compasión inmensa por ellos y por tantísima juventud en la misma situación.
A la mañana siguiente, Inma y Emilio, uno de los muchachos que más se me acerca, vienen a mí. Me llaman por el diminutivo y preguntan:
— ¿Por qué tenéis Misa todos los días?
— Es que en la Misa Cristo se ofrece por tu vida. Entrega su vida al Padre por ti. Es el mismo sacrificio que hizo en el Calvario. Fíjate bien, Él mismo; pero ahora no hay derramamiento de sangre. Pero es Cristo que se inmola por ti y por mí. Si se comprende este amor de Dios por el hombre, ¿puede uno conformarse con ir un día a la semana, cuando El se ofrece todos?
— Pues yo no voy ni ese día -me dice Inma-, pero con un acento muy triste.
— Yo sólo los domingos, -añade Emilio- y a veces, ni eso. -Y también se entristece-.
Voy con, ellos hacia el grupo que está desmontando las tiendas. Saludo a todos, y a los que me sé sus nombres lo hago por los mismos. Se apiñan a mi alrededor. Ahora que se van, siento que les quiero mucho, y se debe reflejar en mis ojos, pues también ellos se despiden muy efusivamente.
— Mañana nos vamos nosotros, -les digo.
Al día siguiente, cuando en solitario desciendo hacia la plataforma, donde comienza el camino que lleva al circo, pienso en ellos. En el prado de las Pozas se me une el médico de nuestro campamento. Cerca de la plataforma vemos a un numeroso grupo de jóvenes que esperan sentados. “Son ellos”, le digo a mi acompañante, pero voy cansado del esfuerzo y opto por no dar un rodeo. Cojo el atajo. Un poco antes de llegar a la plataforma, me encuentro con seis de los chicos. Se me acercan corriendo. Nos cuesta despegar a unos de otros. Cuando al fin nos vamos, mi acompañante me dice:
— ¿Qué les has dado para que te hayan cogido tanto cariño?
— Es Cristo, José Manuel, que les ama mucho.
Recuerdo mi primera reacción violenta hacia ellos y el triunfo del El en mí. Es Jesús, sigo pensando. Es Jesús que se prolonga en mi vida de laico consagrado para llegar mejor a los hombres alejados de la Iglesia. Es Jesús que vive en mí su nueva «civilización de amor», como nos ha llamado Juan Pablo II. Y en mi corazón anida el gozo por los frutos de esta forma de vivir. Cuando mis amigos del campamento se marcharon un día antes que nosotros, junto a la puerta de una de nuestras tiendas de campaña, alguien había dejado un papel; tenía un teléfono y decía: «Chico de 15 años; por favor, llamarle a él o a su madre».
Esa no es la juventud del Bernabeu, era otra, pero está sedienta también de trascendencia y de verdad. Y, como ésas, tantas personas adultas que tenemos a nuestro lado que ocultan todos verdaderas tragedias porque, ¿cómo puede haber felicidad en un corazón que está viviendo en la mentira y en el error? Tenemos nosotros que ir a ellos con gran optimismo, sin miedo de ninguna clase. ¡Acerquémonos a ellos!, ahora está el ambiente preparadísimo: Uno de estos jóvenes salía del metro y ve empapelados de carteles contra el Papa una de las paredes en los andenes. Sacó una llave y empezó a rascar y a quitar los carteles. La gente se le quedó mirando. Se volvió hacia ellos y les dijo: «¿Me ayudan, por favor? No vamos a consentir que esté esto aquí, contra el Papa». El público empezó a quitar allí los carteles y hasta un pobre que estaba pidiendo con una boina se levantó para ayudar. A la salida le esperaban cuatro muchachos y le dijeron:
— Nos has ofendido.
— ¿Por qué?
— Porque has quitado esos carteles que hemos puesto nosotros.
— Bueno, más bien la ofensa nos la habéis hecho vosotros a nosotros.
— ¡No!, nosotros no hemos hecho una ofensa porque pensamos así.
— Bueno, pero vosotros ¿pensáis en el poder de la mayoría, en la democracia? Pues la mayoría quiere al Papa.
— Eso de que la mayoría quiere al Papa…
Y nuestro muchacho empezó a preguntar a la gente que pasaba -una encuesta pública-: «Oiga, me permite. ¿Usted ama al Papa?».
— Sí, contestó.
Otro.
— ¿Usted ama al Papa?
— Sí.
Algunos se quedaron allí contemplando aquella controversia. También a ellos se les preguntó y el grupo dijo: «¡amamos al Papa!».
Los cuatro muchachos, visto el resultado, se marcharon.
He dicho repetidas veces que la audacia de los malos está en la cobardía de los buenos. Nos detiene la cobardía, el miedo a la cruz, a conservar nuestra imagen.
Seamos un consuelo para Juan Pablo II. Uno de estos jóvenes, el día del santo del Papa, entró en Nunciatura. Iba a hacerle un obsequio de 5.000 rosarios hechos en la Cartuja de Miraflores, donde un miembro de nuestra Institución está allí consagrado a Dios. Mientras esperaba al Papa, que venía de Segovia, le escribió una carta y aunque después de entregarle los rosarios, no hubo oportunidad de entregársela a Su Santidad, se la dio a un sacerdote, que se la acercó al Papa. El chico vio cómo el Santo Padre se la guardaba. La tengo aquí, y como yo me he enterado de una anécdota, y es que esa noche Juan Pablo II estuvo arrodillado hasta altas horas de la madrugada, hasta que su médico particular le obligó a retirarse a descansar, me gusta imaginar que estaría pensando el Papa en el aliento de esta juventud, consuelo a su soledad, en el día de su onomástica.
Esta es la carta: «Estimado Santo Padre: en España hay muchos jóvenes con ardientes deseos de seguir sus enseñanzas, de encarnarlas en todos los ámbitos de la vida y actividad juvenil y queremos seguir haciéndolo con valentía. En nombre de miles de jóvenes le digo: prometemos ser fieles al programa que nos propuso en el Estadio Bernabeu, seremos en medio de nuestros compañeros propagadores de un «sistema nuevo de vida». No tenemos miedo al sacrificio ni al mundo actual. Cuente con nosotros, Santidad. Su hijo…».
Quizás el Papa esa noche sintió algo mitigada su soledad. Esto mismo lo podríamos escribir nosotros. No tenemos miedo, y no es un alarde juvenil. Nosotros no podemos autorizar ninguna decisión en nuestro interior que dé paso a la pereza y a la renuncia. No podemos permanecer impasibles. Nada nos puede dejar con los brazos caídos. El amor no tiene ocasos ni fronteras dijo Juan Pablo II. Tenemos que vencer al mal con el bien (fue el discurso de las Bienaventuranzas a nuestros jóvenes en el Bernabeu). ¡Qué gran empresa! Tenéis que hacerla cogidos de la mano del amigo (muy teresiano, habla de la amistad con Jesús, el amigo).
¿Somos conscientes de que tenemos a Jesús con nosotros, la vida divina en nosotros? Vivid esta amistad. ¿A qué podemos tener miedo? ¿A nuestras propias miserias? Tampoco. Nuestros fallos y nuestras miserias nos pueden empequeñecer. No dejarse paralizar por los fallos o errores del pasado en un inútil inmovilismo o sentimiento de culpabilidad. Mientras nos replegamos en nosotros mismos viendo nuestras miserias, nuestros fallos, nuestras incapacidades, dejamos de amar y dejamos de hacer. No podemos replegarnos en esto. No podemos mirarnos a nosotros mismos. Vamos a actuar mirando a Jesús, puestos los ojos en El, confiando en El. Si he caído, le doy la mano para que me levante, y si estoy de pie, me apoyo en El para no caer.
Mis queridos amigos de la Ciudad Católica, llevemos este mensaje a todos los hombres. Unámonos a Cristo. Seamos conscientes de ello. Seamos ahora portavoces de la voz del Papa, propagadores de su voz.
Termino leyéndoos el regalo que esa tarde de su onomástica hizo a aquellos jóvenes que le recibieron. De manos de Monseñor Martínez Somalo, les dio un escrito. Lo tengo tal como nos lo dio, fotocopiado. Se llama «los cuandos de Wojtyla». Está sacado del discurso que les hizo a los jóvenes en el Bernabeu. Como sabéis les habló de las Bienaventuranzas y les dijo que éstas no son un consuelo pasivo en espera de un Reino que tendremos. Son dinámicas y mueven al que las vive para estar ya transformando esta sociedad, para hacer más cercano al hombre ese Reino de Dios que está cerca. Miterrand, como socialista, ha escrito un libro titulado «Aquí y ahora», como una réplica al cristianismo diciendo: «aquí y ahora tenemos que establecer el Reino». Nosotros sabemos que eso nunca será posible; sin embargo, aquí y ahora hay que establecer el reinado de Jesucristo, aunque sea con dolor.
Por eso, el Papa dijo sus «cuandos». Cada uno va respondiendo a una Bienaventuranza: «Cuando sepáis ser dignamente sencillos en un mundo que paga cualquier precio al poder. Cuando seáis limpios de corazón en un mundo que juzga sólo en términos de sexo, de apariencia o hipocresía. Cuando construyáis la paz en un mundo de violencia y de guerra. Cuando luchéis por la justicia ante la explotación del hombre por el hombre o de una nación por otra. Cuando con misericordia generosa no busquéis la venganza sino que consigáis amar al enemigo. Cuando en medio del dolor y las dificultades no perdáis la esperanza y la constancia en el bien, apoyados en el consuelo y ejemplo de Cristo y en el amor al hombre hermano. Cuando por la capacidad transformadora del amor cambiéis las tinieblas del odio en luz. Cuando descubráis en vosotros el amor como exigencia del bien y veáis a todos en su capacidad y tendencia hacia la plenitud de Dios en todos». (¡Capacidad y tendencia hacia la plenitud de Dios en todos!). «Cuando no os asustéis por la debilidad del hombre y tengáis la experiencia de la amistad de Jesús. Cuando seáis vosotros mismos con una postura serenamente crítica, sin dejaros manipular, entonces haréis un «sistema nuevo de vida», os convertiréis en transformadores eficaces y radicales del mundo y constructores de la nueva civilización del amor, de la verdad, de la justicia, que Cristo trae como mensaje».